No sólo el silencio es curativo, sino también lo es la quietud. Sentándome y observándome he posibilitado esos chispazos o intuiciones que han descubierto quién soy mucho más que reflexionando sobre mi personalidad por la trillada vía del análisis. Cuando me siento y me observo, no pasa por lo general mucho tiempo hasta que me descubro en otro lugar: me he escapado de mí y debo regresar. Al cabo, me vuelvo a descubrir fuera, generalmente fantaseando –soy un tipo fantasioso-; o elucubrando –soy también bastante especulativo-; o preocupado por algo que me acecha en el futuro –como casi todos los seres humanos, me angustian algunas cosas-. Yo medito exactamente como vivo: con miedos, con imágenes, con conceptos. Habrá quien medite y vea sobre todo su pasado: serán los nostálgicos; o quien medite y más que nada vea a su pareja: serán los enamorados; o quien sea víctima de un montón de estímulos sin orden ni concierto: los dispersos. No es en absoluto necesario juzgar, basta con observar.
Pero no basta sentarse en silencio, hay que observar lo que sucede dentro: esas son las reglas del juego. Cuanto más observas, más aceptas: es una ley matemática, aunque familiarizarse con ella puede costar más o menos. Al sentarse en silencio se obtiene un espejo de la propia vida y, al tiempo, un modo para mejorarla. La pura observación es transformadora.
Meditar no es difícil. Lo que es difícil es querer meditar.